UNA PIEDRA EN EL CAMINO

Carla me miraba con angustia en los ojos; era como si estuviera pensando muy rápido las palabras que quería decirme, mientras yo seguía metiendo ropa en la maleta sin apenas pararme a pensar si necesitaba o no todo aquello.
–Lourdes, no entiendo nada. ¿Por qué te vas? ¿A dónde vas? –acertó a decir.
–No puedo contarte nada, Carla, y es mejor así. Solo confía en mí, debo marcharme unos días. Volveré, pero no sé cuándo exactamente… –le contesté.
–¿Y ya está? ¡Somos amigas desde hace más de diez años! ¿Piensas que con esa contestación voy a dejarte ir? –me dijo con un tono un poco elevado.
–No, sé que no me dejarás ir tan fácilmente, sé que insistirás, hasta la saciedad, hasta que lluevan ranas, hasta que te lo cuente–le contesté intentando poner un tono de humor en mis palabras.
–Lourdes, sea lo que sea lo que haya pasado, puedes contármelo; si no lo haces, solo me preocuparé más. Confía tú en mí, por favor… –me insistió hasta el punto de rogarme.
Solté la camiseta que estaba intentando doblar, y me senté en la cama dejando caer todo mi peso y bajando la cabeza mientras suspiraba hondo. Está bien, se lo contaré, pensé; de todas formas, no va a creerme, y me servirá de desahogo…
–Carla, lo que voy a contarte te va a parecer una locura, y es probable que pienses que estoy loca, pero me has pedido la verdad y voy a contártela. ¿Preparada?
–Mujer, hablas como si fueras a decirme que has matado a alguien; venga, no será tan grave… –dijo Carla poniendo los ojos en blanco.
–¿Quieres que te lo cuente o no? –la interrumpí con brusquedad.
–Sí –contestó ella.
***
Hace más o menos quince días, volvía a casa de trabajar. Aparqué bastante lejos y tuve que atravesar el callejón de detrás de la farmacia para atajar. Pensé que estaba como una cabra: por llegar un minuto antes me metía en la boca del lobo; pero, sinceramente, ese callejón solo tiene la fama en mi cabeza, nunca ha pasado nada allí, así que decidí arriesgarme.
Cuando estaba llegando a la otra punta, vi algo luminoso en el suelo. Era como una luz pequeña en mitad de la calle, a pocos metros de mis pies, pero, cuando me acerqué, no había luz, como si se hubiera apagado. Me llamó tanto la atención que me detuve y busqué con la vista. Y lo encontré, Carla; encontré el motivo por el que ahora estoy haciendo esta maleta...
Era una especie de piedra brillante, parecida a un zafiro, color azul clarito y una forma medio triangular, del tamaño de una castaña. Era preciosa, así que la cogí, y, instintivamente, cerré la mano con ella dentro y sentí un escalofrío. Cuando abrí la mano y la miré, pensé que me daría suerte; la guardé en el bolso y seguí caminando a casa.
Antes de llegar al portal, ya me había olvidado de la piedra. Una vez en casa, hice las cosas de siempre: ducharme, preparar la ropa para el día siguiente, hacerme la cena y sentarme frente a la tele a ver una serie. Después, me metí en la cama, y, como ya sabes que me cuesta un poco dormir, estuve un buen rato dando vueltas y mirando de vez en cuando el techo, como cada noche. De repente, vi que debajo de mi puerta había una luz intensa. Pensé que me había dejado la luz del salón encendida, pero era imposible, hacía un momento estaba todo a oscuras. ¿Acaso se había encendido sola?
Me levanté y me acerqué a la puerta, la abrí despacio, y comprobé que la luz salía de mi bolso, la misma luz que vi en aquel callejón. Me quedé helada. Estaba acojonada, Carla. No sabía si acercarme…, y de repente la luz se apagó. Encendí la lámpara del salón y me dirigí lentamente hasta bolso, lo abrí y busqué la piedra. Al sacarla, la cerré nuevamente en mi mano y sentí otro escalofrío. Pensé en tirarla por la ventana, pero algo en mí me contenía de hacerlo; era como si no quisiera o no pudiera realmente separarme de esa piedra: me tenía hechizada igual que el anillo único a Frodo y a Gollum en El Señor De Los Anillos.
Desde ese día no dejaron de pasarme cosas extraordinarias, cosas que me cuesta verbalizar sin parecer una chiflada.
Esa piedra era mágica, Carla, y, según iba descubriendo su poder, me era más difícil separarme de ella.
La primera vez que fui consciente de esa magia fue al día siguiente de haberla encontrado. Me levanté como cada día para ir a trabajar, y, por supuesto, llevé conmigo la piedra en el bolso. Al llegar a la oficina, mientras buscaba aparcamiento, tuve que parar en seco el coche; algo en mí me hacía estar paralizada, y millones de imágenes pasaban rápidamente por mi mente sin que pudiera tener control sobre ellas ni entender que eran. De repente, un estruendo enorme me sacó de ese estado. Abrí los ojos y justo delante de mi coche había caído una viga de cemento gigante. ¿Recuerdas que están construyendo un edificio justo al lado de mi trabajo?  Solo podía ver humo, polvo…, la gente salió de sus coches, yo también lo hice, y todos nos dimos cuenta que solo unos centímetros separaban esa enorme viga de cemento de mi coche. Si no hubiera parado en seco, a consecuencia de esa sensación interna, me hubiera caído encima, Carla. De verdad, sentí que algo me había avisado de aquello.
Estaba conmocionada, pero, aun así, después de aparcar el coche, subí al despacho, y ese día en el trabajo no dejaron de pasarme cosas extrañas. Empezando por el imbécil de mi jefe, sabes que no le aguanto y tampoco él a mí, también sabes que quiero cambiar de trabajo solo por cómo ese subnormal calvo de mierda me hace sentir, jamás me saluda al entrar y solo se dirige a mí para decirme lo mal que hago las cosas o para pedirme algo de forma despectiva. Bien, pues ese día me saludó, ¡me dio los buenos días! Sé que esto puedo parecerte absurdo, pero era la primera vez en tres años que lo hacía. Cuando encendí el ordenador, entré en mi carpeta de correos y vi un mail del jefe de dirección, nos citaba a todos a una reunión urgente. Yo jamás estoy en la lista de esos emails, Carla, y jamás voy a ninguna reunión, solo soy la recepcionista de un despacho de abogados que se limita a realizar tablas de Excel y atender llamadas.
¿Quieres saber qué se dijo en esa reunión? Se propusieron nuevos puestos de trabajo y ascensos, ¿y sabes a quien le dieron uno? ¡A mí! Me ascendieron a secretaria personal de uno de los abogados laboralistas, me subieron el sueldo y respetaron mi horario, que sabes que es lo único de este trabajo que me gusta.
Al ver la cara de mi amiga Carla, me di cuenta de que me estaba enrollando en aspectos que quizá no iban a llevarnos ningún lado.
Está bien, dejaré de contar las cosas desde su principio, pasaré a lo realmente importante. Después de vivir sucesos inexplicables durante un par de días, cosas que me hacían pensar que tenía una racha de buena suerte que era imposible de creer, ocurrió algo realmente extraordinario.
Estaba sentada en el sofá de casa con la piedra entre mis manos, observándola como si fuera el mayor de los tesoros. En la tele estaba puesto el programa ese de las preguntas que si no aciertas te caes a un agujero. Le tocaba a la chica rubia, yo sabía la respuesta, pero ella parecía haberse quedado en blanco. De repente, mis ojos se cerraron y sentí que algo me atravesaba el alma. En mi cabeza empezaron a aparecer imágenes rápidamente, como cuando ocurrió lo de la viga, mi pulso se aceleró y sentí mucho miedo, pero, después de varios segundos, el miedo y los nervios se disiparon y empecé a ver las imágenes con claridad, como si de una película se tratara...
–¡Suéltame, suéltame! –decía la chica de pelo corto y encrespado que estaba sujeta por dos tíos gigantes llenos de tatuajes.
–Dinos dónde está, es muy sencillo, nos dices dónde está y te soltamos. ¿Ves que fácil? –le dijo el hombre de traje que estaba delante de ella.
–Me mataréis de todas formas, no os lo diré, en vuestras manos no habrá control, prefiero morir –contestó la chica.
Recibió un fuerte puñetazo en la boca del estómago que la hizo encogerse, a pesar de estar agarrada por los dos matones, y, después, la tiraron al suelo.
–De acuerdo, te quedarás aquí encerrada pensándotelo mejor. Volveremos por la mañana y te aseguro que, si sigues pensando igual, este puñetazo te habrá parecido una caricia –le dijo el hombre trajeado mientras ponía la mano en la tripa de la chica.
Sintió algo dentro de ella, y no era el dolor del estómago, que parecía que iba a explotarla, era esa sensación tan conocida ya por ella: la estaban observando a través de la piedra, podía sentirlo. Comenzó a hablar en susurros, con un tono suficientemente bajo para que nadie pudiera oírla, pero sí pudiera llegar a quien la observaba.
–Me llamo Sofía, tienes que ayudarme, tienes que ayudarnos a todos. Buscarán la piedra, la encontraran, aunque yo no les diga nada sobre ella, la acabaran encontrando y todos estaremos perdidos. Tienes que llevarla a su sitio de origen, solo así acabará todo. En manos de quien no debe es muy peligroso para la humanidad. Si estás viéndome, si estas escuchándome, es porque la piedra te eligió, y si lo hizo fue para que la devolvieras al lugar donde ha de estar. No debes mostrársela a nadie, correrá peligro todo aquel que esté en contacto con ella, así como tú corres peligro.
Luego, empezó a describirme el lugar donde debía llevar la piedra.
Cuando terminó de hablar sentí que volvía a respirar. Abrí los ojos rápidamente; tenía el pulso acelerado y el aire salía y entraba de mi boca como si no consiguiera llegar ni un poco de oxígeno a mis pulmones. Miré la tele, «CAMPANARIO», torre de una iglesia o catedral con apellido de una famosa esposa de torero. La participante rubia por fin había caído en la respuesta. Miré hacia la pequeña mesa que tenía delante, y, sin entender bien cómo habían llegado hasta allí, vi varios folios con mapas y lugares dibujados. ¿Lo habría hecho yo mientras estaba en trance?, me pregunté. Aún tenía la piedra entre mis manos, la miré y sentí que era imposible negarme a hacer lo que aquella chica me había pedido, en mi sueño, en mi paranoia, o en mi lo que fuera…, pero sentía la obligación de llevar esa piedra a su lugar de origen.

***
Cuando terminé de hablar miré a Carla y su rostro estaba pálido. Tenía las cejas totalmente arqueadas, los ojos como platos y la boca abierta; creo que estuvo así todo el tiempo mientras hablé. Empezó a parpadear, miraba a un lado, a otro, y volvía a clavar los ojos en mí. Apoyó los codos sobre sus rodillas y se llevó las manos a las sienes.
–De acuerdo –acertó a decir–. Bien, vale, de acuerdo, estás desvariando, has perdido la cabeza, pero te ayudaremos, buscaremos un buen centro que te ayude, un buen psicólogo, psiquiatra o qué sé yo. No estás sola, Lourdes, estoy contigo.
–Sabía que no me creerías, lo sabía. –Me levanté y seguí doblando ropa y metiéndola en la maleta.
–¡Por Dios, Lourdes! ¿Cómo esperas que pueda creerme una historia como esa?
–Y eso que te he omitido muchos detalles… –dije entre dientes.
–Enséñame la piedra –me pidió muy seria.
–No puedo, no debo, es peligroso –contesté.
–No podré creerte si no me la enseñas, entiéndelo –me dijo en un tono muy enfadada.
–Debería bastarte con mi palabra, me conoces, sabes que no inventaría algo así.
–Quiero ver la piedra, Lourdes.
–No puedo, es peligroso, ya te lo he dicho. La piedra me eligió a mí, no sé la razón, pero así ha sido, y estoy hechizada, mi vida está en peligro, la de esa chica también, y vete a saber cuántas vidas más… Si te la enseño, puede que tú también corras peligro.
–¡Joder, Lourdes! –exclamó Carla–. Vale, supongamos que te creo, ¿puedes decirme al menos dónde vas? No voy a quedarme aquí sin saber dónde vas cuando se supone que corres peligro –me pidió.
–Voy a Praga –contesté, pensando en que no le haría daño a nadie saber que me iba de viaje a Praga.
–Praga, bonita ciudad, voy contigo –finalizó.
–¡No! –grité–. No vendrás conmigo. ¿Es que no has escuchado nada de lo que te he dicho? No haría esto sola jamás, no me metería en este lío jamás, pero no estoy siendo capaz de controlar mis emociones, es la piedra quien los controla, la piedra me da valor, fuerza y firmeza para hacer esto, y es algo que he de hacer sola, tienes que entenderlo. Te he contado demasiado, más de lo que debía, incluso te he dicho dónde voy… Si quieres, te doy permiso para que, si en tres días no he regresado, llames a la policía, pero no vas a venir conmigo –terminé diciendo con mucha entereza y seriedad.
– ¿Y tu trabajo? ¿Acaban de ascenderte y desapareces así? –me preguntó resignada.
–Me he cogido la semana de vacaciones. Como te dije, no me ponen pega a nada, es como si fuera la puta ama de ese despacho.

Acabé por convencerla y, al fin, consintió en que me marchara.
***
Cuando llegué a Praga, casi se me olvida la razón por la que había acudido hasta allí. Me quedé impresionada, era como si fuera un lugar mágico, me enamoré a primera vista de la ciudad.
Me alojé en una habitación de un pequeño hostal situado lo más cerca que pude encontrar del puente Carlos, puesto que, según el mapa, era el primer lugar al que debía acudir. Cogí un plano de la ciudad en el hostal y empecé rápidamente mi andadura.
Llegué al puente Carlos, era precioso, tenía muchas estatuas a cada lado que recorrían el largo puente que separaba la ciudad vieja de la ciudad pequeña, llamadas allí Stare Mesto y Mala Strana.
Según el mapa que con bolígrafo y con garabatos había dibujado en mi trance, tenía que encontrar una llave en la estatua de San Juan Nepomuceno. Al parecer, está situada justo en el lugar donde fue lanzado al río por orden del rey de Bohemia el susodicho que está representado en bronce. Es la más famosa, y donde más gente se estaba arremolinando para hacerse fotos.
En el momento en que la estatua se vació un poco de turistas, me acerqué a ella. La verdad es que era muy bonita: tenía un aro de color oro con estrellas alrededor de la cabeza, en su mano derecha sujetaba una especie de hoja también dorada y, en la izquierda, una cruz con Jesucristo. Lo típico en la estatua es tocar una de las imágenes que tiene en el pedestal y pedir un deseo. Son dos imágenes, una a cada lado. En una aparece un soldado con un perro a sus pies; en la otra se ve una mujer en el centro, que sujeta a un niño con una mano mientras a ella la agarra un soldado por detrás. Me decanté por tocar a la mujer y pedir mi deseo; con esta excusa podía acercarme más para buscar la supuesta llave.
Mientras fingía leer lo que había escrito entre las dos imágenes, busqué con la mirada y pude ver algo brillante pegado justo debajo del escudo. Miré a mi alrededor, extrañada de que nadie lo hubiera visto antes, y subí la mano despacio para tocarlo y comprobar si era un simple adorno más o podía cogerlo. Con muy poquito esfuerzo despegué una pequeña llave y la guardé rápidamente en mi mano, haciendo que acariciaba el escudo mientras bajaba la mano, para, después, meterla en mi bolso. Y me fui de allí lo más rápido que pude, como si la estatua fuera a estallar por haber cogido algo que le pertenecía.
A continuación, me dirigí a la plaza de la ciudad; era la siguiente parada, según las instrucciones de Sofía.
Cuando llegué me quedé fascinada. Era enorme, y en el centro había otra estatua, rodeada por una valla, que representaba al reformador Jan Hus, así como también a una madre con un niño a sus pies. Sin embargo, era imposible que la vista no se te fuera a las dos enormes torres picudas que sobresalían en altura a toda la ciudad, se trataba de la iglesia de Týn.
También tenía una altura considerable, aunque no tanto como la de las torres de la iglesia, la torre del ayuntamiento. En una de sus paredes, en la parte de abajo, se encontraba el reloj astronómico, lugar donde supuestamente tenía que ir según el mapa que dibujé; allí podría encontrar una dirección exacta donde acudir para dejar la piedra.
En el plano que cogí del hostal describían en qué consistía ese reloj. Era impresionante y muy original. Tenía dos esferas, una debajo de la otra. La de arriba marcaba las horas de diferentes maneras y, al mismo tiempo, también indicaba la posición del Sol, de la Luna y de la Tierra. La de abajo era un calendario, con doce pequeños círculos a su alrededor que representaban los doce meses del año. A cada lado de esta esfera había dos estatuas; según el plano del hostal representaban a un filósofo, un ángel, un astrónomo y un cronista.
En la esfera de arriba también había dos estatuas a cada lado, y estas me llamaron mucho más la atención por lo que representaban: eran la Vanidad, la Avaricia, la Muerte y la Lujuria.
Por lo visto, cada hora en punto las figuras se ponían en movimiento. Me di cuenta entonces de la razón por la que en ese momento solo yo contemplaba el reloj: eran las doce y diez, acababa de ocurrir el espectáculo.
Por más que miraba el reloj, no podía entender cómo y dónde encontrar la dirección que necesitaba.
Miré a mi alrededor y, justo detrás, vi una terraza con sombrillas enormes y dos grandes macetas a cada lado. Pensé que era ideal para tomarme una caña: desde ahí, podía, no solo relajarme un poco, sino también seguir contemplando el reloj, por si, de un modo u otro, conseguía averiguar algo.
El camarero se acercó enseguida a mi mesa y me sonrió al darse cuenta de que era una turista más y que probablemente no entendía lo que había dicho, pero a mí me sonó a «Buenos días, ¿qué le pongo?», así que yo simplemente sonreí y dije: a beer.
Me puso una cerveza de marca impronunciable, que estaba buenísima y casi me bebí de un trago.
El tiempo se me pasó volando contemplando la preciosa plaza, sus edificios medievales, las torres, y la cantidad de gente que empezaba a arremolinarse frente al reloj. Pensé que se acercaba el momento del espectáculo, faltaban solo diez minutos para la una, así que, con un gesto que se entiende en cualquier idioma, pedí la cuenta y pagué la cerveza.
Intenté acercarme lo más posible al reloj yo también para poder contemplar cómo se movían esas estatuas, pero me era imposible con tanta gente. El espectáculo empezó y yo apenas había conseguido avanzar. De repente, alguien detrás de mí me cogió la mano y puso en ella un papel. Cuando me giré, no vi a nadie más que gente con cámaras haciendo fotos al reloj.
Abrí la nota…
«Gracias, has sido de gran ayuda. Ahora la piedra estará en el lugar que le corresponde».
Dejé de leer la nota y busqué en mi bolso, en el bolsillo interior con cremallera de mi bolso; allí debía estar la piedra. No estaba, había desaparecido. Continué leyendo la nota.
«Aquí tienes la dirección donde debes dirigirte. Suerte y, de nuevo, muchas gracias».
Lo siguiente que había escrito era la dirección de mi casa, de mi propia casa en Madrid. No entendía nada. De pronto todo me daba vueltas, sentía que las piernas no podían sostenerme el cuerpo. Intentaba centrar la vista, pero todo giraba y giraba... Iba a desmayarme.
Abrí los ojos lentamente. Me iba a explotar la cabeza. Miré a mi alrededor… Estaba en mi cama, en mi cuarto, no podía ser. ¿Cómo había llegado hasta allí?, me pregunté. Todo había sido un sueño. Sentía que los recuerdos de la piedra, de Praga, empezaban a desvanecerse… ¡Todo ha sido un sueño!, grité para mis adentros.
Tardé varios minutos en asimilar todo. Cogí el móvil de mi mesilla: eran las nueve de la noche, domingo. ¿Acaso había dormido todo el día? Tenía varias llamadas perdidas, todas de mi amiga Carla. La llamé.
–¡Hombre, ya era hora! Te he llamado varias veces. ¿Dónde te has metido todo el día? Estaba preocupada; no viniste hoy a la quedada –me dijo nada más descolgar.
–Lo siento, me debí de acostar la siesta y acabo de despertarme –le contesté–. Una cosa, Carla –continué–, ¿cuándo hemos hablado tú y yo por última vez? –pregunté intrigada.
–El viernes, ¿por? ¿Te encuentras bien, Lourdes? –dijo.
–¿Y de qué hablamos? ¿Te conté algo sobre una pierda o sobre mi viaje a Praga? –seguí preguntando.
–¿Qué piedra? ¿Praga? ¿Te has ido a Praga? –preguntó escandalizada.
–No, no, déjalo, no te preocupes, es que he tenido un sueño muy raro, y llegué a pensar que había ocurrido de verdad, estoy algo confusa.
–Me estás asustando. ¿Seguro que te encuentras bien? –Su voz sonaba preocupada.
–Sí, sí, tranquila, de verdad. Solo estoy recién despertada, he dormido mucho, he soñado cosas raras, pero todo está bien. Mañana te llamo, ¿vale? Voy a darme una ducha a ver si me espabilo –le dije, y colgamos. Efectivamente, necesitaba una ducha.
Llamaron a la puerta. ¿Quién sería a estas horas?, me pregunté.
Miré por la mirilla, era un repartidor.
–Hola, buenas noches. ¿Lourdes Martín? –preguntó mientras leía la parte de arriba de un paquete que sostenía entres sus manos.
–Sí, soy yo, pero no he pedido nada, no estoy esperando ningún paquete –contesté.
–Pues aquí pone su nombre y apellido. ¿Este es el 3.º C? –preguntó con desgana, como si este fuera el último reparto que hacía y tuviera muchas ganas de finalizar su jornada y poder irse a su casa.
–Sí, lo es –contesté, y terminé firmándole y cogiendo el paquete.
Abrí el paquete de cartón marrón y dentro había una carta y un cofre pequeño cerrado con un candado. No entendía nada. Abrí la carta y comencé a leer...
«Hola, Lourdes, soy Sofía. Te escribo para decirte que todo salió bien. Fuiste muy valiente, gracias a ti todo volvió a la normalidad. Fui liberada. Sé que todo ahora te parecerá una locura, pero poco a poco te iras acostumbrando. Al igual que yo, tú has sido la elegida. No intentes buscar razones o el porqué de todo esto, solo asúmelo. Volveremos a vernos. Esto solo acaba de empezar. Abre el cofre, aunque, para hacerlo, necesitas mirar antes en tu bolso. Gracias.»
–¡Madre mía! –exclamé en voz alta–. ¡No ha sido un sueño!
Rápidamente me levanté y corrí hacia el bolso. Lo abrí y le di la vuelta. Todas mis cosas cayeron al suelo y vi como algo muy pequeño sonaba a metálico al caer. Y la vi, vi la llave, esa misma pequeña llave que encontré en mi supuesto sueño, en la estatua del puente Carlos en Praga. ¡Dios mío!, no podía ser, pensé asombrada.
La cogí y volví al sofá, donde había colocado el pequeño cofre. Abrí el candado metiendo la llave y un destello de luz azul tan intenso casi consigue cegarme. Era la piedra, la preciosa piedra que encontré en el callejón, la que intenté llevar a un supuesto lugar en Praga y la que creí que me habían robado. Ahí estaba, y, de repente, solo sentía paz, de repente, todo daba igual, de repente, lo asumí todo…
***
–¿Por qué estás aquí, Lourdes? –me preguntó la psicóloga, supongo que cansada de esperar a que yo abriera la boca.
–Era la única manera de que mi amiga me dejara en paz –le contesté
–Entiendo. Tu amiga te ha obligado a venir, tú no quieres estar aquí –dijo como si quisiera ponerse de mi lado–. Venir al psicólogo sin querer hacerlo no creo que sea muy efectivo, pero, ya que has venido, quizás podrías contarme porqué tu amiga cree que tenías que venir –continúo diciendo.
–Ella piensa que estoy loca, que estoy pasando por una mala racha y que se me está yendo la olla –contesté con desgana.
–¿Has tenido comportamientos que pudieran hacerle pensar eso? –preguntó, en su afán de querer sacarme la información.
–Es probable. Últimamente me han pasado cosas un poco raras y extrañas, y quizá no debería habérselas contado –dije mirando hacia la ventana–. Oiga –proseguí–, como le he dicho, yo no quiero estar aquí, pero le prometí a mi amiga que vendría una vez para que se quedara tranquila y he venido; le pagaré la hora entera, pero yo creo que puedo irme ya –finalicé.
–De acuerdo, no voy a insistirte, debes hacer lo que necesites hacer. Solo una última cosa: tenemos un taller de regresión a vidas pasadas. Es gratis, se imparte en la sala de abajo, y está a punto de comenzar, ¿te gustaría probar? Puede que averigües cosas de ti misma que no sabías, o puede que no, pero igual puedes tomártelo como una manera de que esta sesión haya tenido más sentido. –Parecía una comercial vendiéndome productos de belleza.
La verdad es que siempre me han interesados esas cosas, y, teniendo en cuenta todo lo que me estaba ocurriendo desde que encontré la piedra, puede que averiguara porqué fui yo la elegida.
–Bueno, sí, puede ser interesante –contesté.
–Bien, acompáñeme –dijo, y se levantó rápidamente soltando su cuaderno en la mesa.
Fui detrás de ella y salimos de su despacho. A la derecha había una escalera, parecía de caracol, con peldaños muy estrechos. Al llegar al final, había una puerta blanca.
–Es aquí –dijo mientras la abría y, con un gesto, me indicaba que pasara.
Pasé y la puerta se cerró detrás de mí. Estaba un poco oscuro y no acertaba a ver si había alguien o no. De repente, al final de la sala, vi a tres tipos de espaldas que rápidamente se dieron la vuelta. Dos eran muy grandes y llevaban los brazos llenos de tatuajes; otro, vestido de traje, me miró con una sonrisa en el rostro.
–Bienvenida, Lourdes. Qué ganas tenía de conocerte –dijo el tipo trajeado.
En ese momento lo supe: estaba ocupando el lugar de Sofía.




Muchos ya lo habéis leído. Pero aquí lo dejo ya que todos habéis formado parte de ello. No es un relato ganador, pero es un relato con amor.
Gracias.

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